La puerta de la casa de Nicomedes, se estremeció agitadamente la madrugada de un 13 de septiembre de un martes de la iniciada década de los setenta. Nicomedes despertó sobresaltado. El interior de su mente, supuso que el ajetreo de los apuros del puño sobre la madera de la puerta, se debía a la agitación de la que fue testigo la noche anterior en casa de su tía Encarnación. En ese tortuoso lunes, Nico había olvidado la promesa de la vela al anima sola. Unas horas antes, Encarna, como la llamaban cariñosamente, se debatía entre la vida y la muerte cuando Nicomedes se retiró de la casa de su tía. Encarna buscaba desesperadamente las bocanadas de aire perdidas hacia tiempo por la inhalación de miles de cigarros desde sus quince años. La ignorancia de los tiempos, donde por no fumar te tildaban de zanahoria rendía sus frutos, y acababa ya la vida de sus torturados pulmones, deseando descansar de la fatiga de los humos. Encarna había vivido una vida si bien sin lujos, acomodada. Producto de la administración de una bodega, que le dejó su padre al morir. Nunca se casó, y su pequeña fortuna, se la había dejado meses atrás, al conocer la eminencia de su muerte, a su sobrino Pelayo, hijo de su hermano Tomas, fallecido dos años antes en un accidente automovilístico, dejando a su hijo prácticamente sin recursos. Esta acción de solidaridad de Encarnación, despertó la envidia y los celos por parte de Nicomedes, que desde ese instante, despertó un odio desmesurado hacia el prepotente Pelayo.
Al entrar apresurado a la casa de Encarnación, sus sospechas se confirmaron. Ya el cadáver de Encarna, había sido colocado en el féretro, y sus primas, estaban procediendo a colocarle la vestidura para comenzar el viaje a la eternidad. Nicomedes se acercó lentamente a la urna, y contempló por última vez el cuerpo azulado por la falta de oxigeno de su rabia interior. Recorrió con la mirada todo el largo del cadáver. Cuando un destello de luz, frenó abruptamente el recorrido de sus ojos. Observó de donde provenía, y detuvo su mirada en el anular de la mano izquierda de su futuro remordimiento. Encarna, iba a ser enterrada con su anillo de diamantes. Aparentemente, nadie se había dado cuenta del valioso despiste; Nicomedes se acercó aun mas al féretro, y fingiendo un angustioso dolor por la perdida, abrazó el cuerpo de su tía, mientras con la mano derecha, estiraba la bata blanca que cubría su cuerpo, y cubrió la mitad de la mano izquierda de la hermana de su padre, evitando la observación del valioso resplandor. Nicomedes permaneció sentado en una silla todo el velorio, desde ese instante, no se separó por un momento de los despojos de su tía Encarna.
Cuando el par de empleados del cementerio comenzaron a bajar con sogas el ataúd hasta su morada final, sonrió interiormente Nicomedes. Nadie se había dado cuenta del costoso descuido. Nicomedes se retiró a su casa, y se echó en su cama a pensar. Afinó un viejo despertador de cuerda y cerró sus ojos, que solamente se abrieron sobresaltados tras el accionar de la gastada gallina mecánico. Miró la cita de las agujas, despertaron puntuales a las tres de la madrugada. Se vistió apresurado, y corrió al patio trasero. Buscó una pala que había dejado preparada apoyada a la pared de adobe, se colocó la roana, y cubriendo su rostro, se dirigió al cementerio de los espantos. Bordeó la cerca perimetral, y tras un salto felino ssbió a la cerca de bloques. Alcanzó con su mano derecha la pala, y saltó al interior del campo santo. Palpó el contenido de su bolsillo derecho, todo estaba allí, la vela, los fósforos, y la navaja que había recibido como herencia de su padre. Horas antes, había memorizado con exactitud el lugar del entierro. Allí estaba la tierra aun fresca cubierta de coronas baratas. Colocó los implementos del trabajo a realizar sobre una cruz vecina. Enterró la vela en la tierra blanda, y tras apartar las coronas del estorbo. Comenzó afanosamente a cavar. Al cabo de una interminable hora, finalmente la punta de la pala, había tropezado con algo sólido. -¡Aquí esta!- pensó. Y prosiguió aun mas rápidamente la labor del apurado implemento. Al verse frente al ataúd, usó la punta de la herramienta como palanca, y destapó la urna. Allí estaba su tía. Ya se respiraba en el ambiente, el fétido olor de la descomposición. Cubrió su rostro con un pañuelo, y ayudado por el resplandor de la vela, buscó la mano izquierda de Encarnación. Palpó con el índice y el pulgar la tentación, la codicia, e intentó halar el anillo en repetidas ocasiones. No lo logró en ese momento. Recordó la herencia del padre en su bolsillo derecho. Introdujo desesperado su mano en el, y sacó la navaja. Tomó el anular de su tía, y procedió rápidamente a cortarl. Arrojando el dedo vacío de anillo sobre la cara de Encarnación. Tras cerrar el ataúd, procedió a dejar todo tal como lo encontró. Saltando de regreso la cerca del cementerio. Se escuchó el silbido del anima sola, Nicomedes no prestó atención y partió corriendo a su casa.
Exactamente un día después de la última noche de Encarnación, y tras vestirse y perfumarse con el traje de la desvergüenza. Se apresuró camino a una casa de empeño propiedad de un antiguo conocido. Después de lograr el acuerdo económico anhelado. Se dirigió a la estación del ferrocarril, ubicada en la parte posterior de un auditorio abierto denominado la Concha Acústica. Tras colocarse ante la ventanilla de compra de boletos Pidió un pasaje hasta la ciudad de Morón, en el Estado vecino de Carabobo. Tras su llegada, caminó hasta la carretera hacia el Estado Falcón, y esperó pacientemente una buseta. Tras subirse en la unidad. Le recordó al conductor que lo dejara en la urbanización Los Corales, a unos diez minutos de la población de Tucacas. Pueblo que alberga uno de los mas visitados balnearios de la tierra de Bolívar (Morrocoy). Al tocar la puerta de la casa de su amigo parrandero, y después de la algarabía del encuentro tras años sin verse. Comenzaron una eterna celebración. Con fiestas, mujeres, y el mejor dieciocho años que se vendía en el mercado. Al cuarto día del recordatorio de Sodoma y Gomorra. El cuerpo de Nicomedes no podía mas, y pidió a Francisco su amigo. El favor de llevarlo a una farmacia en Tucacas. Intoxicado por el alcohol, y en su lucha contra el dolor provocado por la remembranza de algún recuerdo, no podía mas. Su cabeza estaba a punto de estallar en mil pedazos. Necesitaba comprar, y de forma urgente un poderoso analgésico.
Tras estacionar su amigo el auto frente la farmacia. se bajó rápidamente Nicomedes. Sus pasos aceleraron ansiosos, hasta cruzar el umbral de los remedios. Se acercó al mostrador. La dependiente se encontraba de espaldas, llenando un anaquel vacío. Al advertir su presencia con una fingida tos. La dependiente volteó su rostro, y al ver su cara. El galope del corazón de Nicomedes, comenzó a latir con un zigzag desconcertante. No sabia si parar, o continuar. El rostro de la dueña de la farmacia…era idéntico al de su tía Encarnación. Su mente dio una última excusa. Había escuchado con anterioridad, que todos tenemos un doble, y se alivió fugazmente con la vaga explicación dada por el vestigio que le quedaba de realidades. -¿Qué desea?- pregunto la señora. - Lo, lo, lo….lo mas fuerte que tenga pal dolor de cabeza. –Enseguida vuelvo-, contesto la señora. Al regresar, colocó con su mano izquierda, y en una bolsa de papel marrón las pastillas en su interior. Al ver la mano de la anciana. El corazón de Nicomedes comenzó su galope final. A la dama le faltaba el mismo anular que había cortado la ambición semanas atrás. Nico palideció, y sin levantar el rostro. Realizó la última pregunta que recordara su existencia…-Doña, perdone la pregunta ¿Qué le paso en el…en el dedo?. La señora permaneció en silencio unos segundos. Y después de fijar sus ojos ensangrentados en los ojos de Nicomedes. Alzó su mano sin dedo. La bajo violentamente, y agarró fuertemente la muñeca de Nicomedes. Se escucho un grito aterrador….¡Túuuuuu me lo cortaste Nicomedes!. Se escuchó el golpe de la cabeza de la victima al golpear el borde del mostrador. Cuando arribó la policía, entraba también a la farmacia, la joven dependiente. Que por cosas del destino, había salido minutos antes a comprar un café a la cafetería de la esquina. Justamente ese día en que murió Nicomedes. Al sacar el cadáver de la farmacia. Un silbido espeluznante atravesó el balneario, y un perfume de azufre saturó el ambiente…y se escuchó una vez mas…el silbido del Anima sola. Tres días después, Nicomedes fue enterrado al lado de su tía en el cementerio viejo. Al final de la avenida diez, en la población de Chivacoa. La ciudad de los brujos. Tierra de magia, de encantos y de espantos. A Nicomedes y a Encarnación. Se les ha visto caminando por las veredas lúgubres del cementerio en noches de jueves santo. Si lo visitan algún día. Asegúrense que no sea un jueves, ni mucho menos un santo…continuará.
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